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lunes, 21 de enero de 2013

La Noche Alba

La Noche Alba ha sido, por años, la Navidad de los colocolinos. Desde 1992, cuando se realizó por primera vez, y presentaron a Claudio Borghi y Mario Rebollo, se ha transformado en una de las fechas más esperadas por los seguidores del club más popular de Chile.

Era una fiesta protagonizada por colocolinos. En sus primeras versiones, prácticamente todos lo éramos. Fue en una de ellas, por ejemplo, que Leo Caprile reveló su verdadera pasión futbolística, después de haber defendido a Universidad Católica en el mítico Show de Goles que conducía Máximo Clavería.

Tampoco se necesitaba la presencia de grandes artistas ni de otros que tampoco son grandes, pero que suenan todo el día en las radios, el walkman o el I-Pod. Y que, para colmo, participan en celebraciones del archirrival. Bastaba la presentación de las escuelas de fútbol -o de las series inferiores- como antesala a la del primer equipo y a la pichanga en que, por primera vez en la temporada, moverían las piernas los nuevos astros.

Porque, en rigor, ése es el verdadero mérito de la "tradicional Noche Alba", chapa que se ganó en los 21 años que suma desde su creación: Colo Colo fue el único club del fútbol chileno que pudo llevar 60 mil personas -y un poco más- a un entrenamiento.

La Noche Alba era, también, la oportunidad para que los colocolinos que asistíamos todo el año a la galería -entonces de "pizarreño"- pudiéramos conocer el resto de las localidades del estadio Monumental, que tenían precios privativos el resto de la temporada. En las primeras versiones, el ingreso a Rapa Nui costaba dos mil quinientos pesos, el veinte por ciento del valor que alcanzaba para un partido de competencia. Y la diferencia de comodidad se notaba. La sombra, en enero, tiene un valor impagable.

Ni hablar de la danza de nombres en torno al evento. Por eso lo comparo con la Navidad. Fueron decenas las veces en que Ricardo Rocha, Martín Palermo o el "Muñeco" Gallardo, entre otras figuras consulares, fueron mencionados por todos los medios de comunicación como el gran "tapado" de la jornada. El "Guatón" Vergara se ha jactado eternamente de haber camuflado a Emerson Pereira, disfrazado de cocinero, en un asado al que concurrieron varios periodistas. Poco más pudo hacer, aparte de llevar a Nelsinho Baptista en helicóptero. El resto se los descubrieron todos. Sorpresas no había. Hoy, seguramente, tampoco. El Viejo Pascuero no existe.

martes, 10 de julio de 2012

El fin de la vocación

Era periodista por vocación. Hasta ayer, cuando me di cuenta de que ese llamado -divino si quieren- no alcanza para pagar deudas, ni para satisfacer las necesidades mínimas que, legalmente, cualquier trabajador tiene derecho a cubrir. Menos los periodistas, al parecer. Nosotros no sólo somos inmunes a los accidentes y terremotos. También a la posibilidad de enfermarnos y de pedir licencia médica. O a la de disfrutar vacaciones sin que nos recorten los días de descanso del sueldo o que tengamos que llevarnos el notebook al campo para seguir despachando a la sombra de algún árbol, para no empezar el mes siguiente "en cero".

Era periodista por vocación desde que, inconscientemente, me enamoré de esta carrera. Que debe haber sido porque mi tata Lucho me juntaba los suplementos deportivos de Las Ultimas Noticias, mi abuelo Segundo me regalaba los de La Tercera, mi tío Luis me llevaba las revistas Triunfo y mis papás me compraban otros diarios y las Minuto 90 y me daban plata para ir al estadio, que fue donde, verdaderamente, comenzó toda esta historia. Porque, claro, hay periodistas que provienen desde las cofradías y el nepotismo. Y sobramos los que arrancamos desde el anonimato más absoluto. Desde la galería. Sin protección ni pitutos. Desde el liceo con número. Con los puros sueños y las puras patas. Y ésos somos la mayoría.

Era periodista por vocación desde el día en que le torcí la mano al destino. Ese día en que quizás qué cara de angustia puse cuando me quisieron inscribir en un liceo comercial, porque ninguna familia chilena podía ni puede asegurar que será capaz de financiar la carrera universitaria de alguno de sus hijos sin poner en riesgo la estabilidad económica del clan. Esa expresión debió haber convencido a mis viejos de que mi destino estaba en andar todo el día, sin saber cuándo comienza ni cuando termina, detrás de alguna noticia. Que la vayan a publicar ya es otro cuento. Yo cumplo con entregar mis reportes. Siempre más de uno. No soy el dueño de los medios en que trabajo ni me han ungido con el poder de decisión que sí tienen otros colegas que, a veces, olvidan cómo partieron y que a todos nos asisten, a fin de mes, las mismas urgencias.

Era periodista de vocación hasta que me di cuenta de que el Periodismo es santo y las empresas, diabólicas. Y de que, en nombre de nuestros sueños, y de la necesidad de tener pega, los dueños de ellas -salvo honrosas excepciones de las que conozco una, a nivel regional- han hecho cuánto han querido. Que la ley de la oferta y la demanda se transformó en su mejor excusa para la vulneración de nuestros derechos laborales fundamentales. Que les da lo mismo cuánto pidamos o reclamemos lo que nos pertenece porque, como me dijeron alguna vez, "si no te gusta, hay otro". Y, para peor, que los más convencidos de esa lógica sean compañeros de profesión que, a la vuelta de la rueda, pueden perder el puesto, el poder y la lealtad a consorcios que los consideran números, igual que a mí. Con distinto tamaño y tipografía, probablemente, pero números al final y al cabo.

Era periodista por vocación hasta ayer, cuando perdí las ganas de regalar mi trabajo. Porque algunos confunden vocación con "amor al arte". Y hay una distancia sideral entre un concepto y otro. Luchar sería la mejor forma de conmemorar un Día del Periodista en el que todos nos saludarán y nos palmotearán la espalda. Les agradeceré el gesto, pero tengo la convicción de que hay muy poco que celebrar. La vocación se acabó. Voy por lo mío.

miércoles, 4 de julio de 2012

Mínimo

Que 250 mil, que 193 mil. Que el país no está en condiciones, que las pymes "pagarán el pato". Que estamos en tiempos de crisis, que puede derivar en desempleo. Todas esas cifras y razones he escuchado y leído en las últimas semanas a propósito de la discusión por el salario mínimo que ahora llega a los 184 mil pesos.

Una vez más, el enfoque es equivocado. Antes de abordar cuál debe ser el punto de partida para una remuneración que satisfaga las necesidades mínimas no sólo del trabajador, sino de su núcleo familiar, lo inicial es transparentar otro tema tanto o más importante. Y que, incluso, no puede desligarse del anterior.

En Chile, el país de los eufemismos, existe una injusticia laboral aún más inescrupulosa: la manoseada relación a honorarios. Una mentira del porte de una catedral, que ocupan en todos lados. Desde el aparato público hasta la empresa privada. Incluso algunas que pontifican con manuales de la moral y las buenas costumbres en materia laboral.

¿Por qué es esencial esa discusión? Por una cuestión de sentido común. Porque el contrato de trabajo debiera constituir el único vínculo válido entre un empleado y su empleador, sobre todo ante la existencia de dependencia demostrable. De esa forma se garantizaría el pleno respeto a derechos fundamentales como cotizaciones previsionales y de salud, vacaciones, feriados, bonos y otros tantos que se excluyen en los famosos "convenios de prestación de servicios", que ni siquiera se rigen por el Código del Trabajo.

¿Qué podría pasar, en la práctica, ante el aumento del salario mínimo sin esa modificación de fondo?. Es simple: las empresas optarán por recortar su planta y pasarla a "honorarios". Y no para evitar el pago de la cifra que está en discusión, sino para ahorrarse el 20 por ciento adicional, considerando el 7 por ciento obligatorio de salud y el 13 por ciento que va a engordar el chanchito de las  AFPs. Otra obligación que, en una nueva "genialidad", el Servicio de Impuestos Internos le traspasó al trabajador, el único que nunca gana. Que se respete la legislación laboral es lo "mínimo" que se puede exigir. Después nos preocupamos del resto.


 



martes, 8 de mayo de 2012

Una por otra

No voy a discutir si el plan Estadio Seguro es legal o no, porque tengo la convicción de que no lo es. Principalmente, porque sobrepasa las atribuciones establecidas en la ley sobre Violencia en los Estadios aún vigente. A esa conclusión llegué después de leerla un par de veces, de consultar con abogados y de escuchar autoridades cuyo único argumento para justificarlo es esa condición: "Somos la autoridad".

En ese escenario, entonces, el diálogo es y será de sordos. Y si entre medio está la institución encargada de velar por la seguridad pública, a veces a riesgo del descriterio que implica golpear a a niños y familias para resguardar el cumplimiento de la instrucción, posibilidad alguna de llegar a acuerdos no existirá.

En el entendido, entonces, de que la pelea está perdida -más allá de algún intento quijotesco por restablecer garantías constitucionales a través de recursos de protección- y de que la medida proviene del ámbito político, propongo negarles el uso de nuestros muros en época de campaña electoral.

Al fin y al cabo, también es válido sentirse violentado cada vez que, en instancias previas a elecciones de cargos populares, las murallas de nuestros hogares, hermoseadas con el mayor esfuerzo, aparecen pintadas con promesas de candidatos que rara vez se transforman en realidad. La desfachatez, incluso, les alcanza para añadir a las falsedades que proponen la palabra "AUTORIZADO". También para negar la autoría del rayado, cuando es evidente. Y, lo peor, para borrarlas jamás, sino sólo renovarlas previo al comicio siguiente por nuevas mentiras.

Si en el estadio se acabó la fiesta, en las paredes también. ¡Ah! Y, de picado, pinte la suya con algún mural alusivo a su equipo favorito. El que sea. Está en su derecho. Es una por otra.

jueves, 3 de mayo de 2012

¿Qué dirías, David?

¿Qué diría, don David?. ¡Bah!, ¿para qué te digo “don” si crecí escuchando tu nombre y me resulta tan familiar que pareciera que fuéramos amigos?. A 87 años de tu máxima obra y a ochenta y cinco desde que dejaste la vida en la cancha, ¿qué dirías de lo que hoy ves?. ¿En qué se parece a lo que fundaste? ¿Es éste el Colo Colo que alguna vez imaginaste?

No me respondas. Nunca nos vimos, pero te conozco bastante como para imaginar tu respuesta. Ese Colo Colo que nació de un acto de rebeldía que comenzó a fraguarse en el Quitapenas y se consolidó en el estadio El Llano, nada tiene que ver con el actual. Aquel era un grupo de amigos que compartían un ideal, que se alzaron por tener clara su jornada de trabajo y porque les mejoraran las condiciones para desarrollarlo. Una lucha que compartimos a diario y que, incluso, me inspira. Ni tú ni ellos imaginaron el fenómeno que iba a llegar a ser. Y menos en lo que, 87 años después, lo terminarían convirtiendo: una máquina de producir dinero. A cualquier costo.

¿Qué dirías, David, si supieras que, hoy, a tu Colo Colo -que después fue nuestro y ahora nos pertenece cada vez menos- lo tiene secuestrado una empresa que lleva por apellido Sociedad Anónima? ¿Sabrás que lo que creaste alguna vez quebró por administraciones nefastas y que, hoy, está más cerca de desaparecer? ¿Te enteraste de que al estadio, cuya cancha lleva tu nombre -que quién sabe por qué no se lo han borrado- alguna vez quisieron ponerle como denominación una marca comercial? ¿Te dijeron que, hoy,  interesa más sumar abonados que socios?. Fidelización le llaman.

Mejor ni te cuento, David, de todo lo que han hecho y siguen haciendo en nombre de nuestro Colo Colo. Del tuyo y del mío. De la cantidad de dinero que mueven, de los negociados que montan. De los jugadores que contratan y de los pocos que resultan. De los arreglos entre dirigentes y empresarios en época de fichajes. De los miles de dólares que se han ido en indeminizaciones para entrenadores que dejaron rabias y nada más. De los títulos que cada vez son menos y más alejados. De las derrotas que, seguramente, también te avergüenzan. De que los mejores proyectos de nuestras divisiones inferiores terminan jugando en el archirrival.Y de que los gerenciadores de nuestros sueños son amigos de los que administran los de aquellos.

Desde donde estés, ilumínanos, David. Dinos cómo recuperar lo que fue tuyo, lo que luego fue nuestro y lo que nunca le pertenecerá a los empresarios que hoy lo controlan con el único objetivo de seguir llenándose los bolsillos. El sentimiento no tiene precio. Y si lo tiene, estamos dispuestos a pagarlo.

 Y si empezamos de nuevo, como aquel mítico 19 de abril de 1925, ¿qué dirías, David?.

sábado, 31 de marzo de 2012

El guatón del bombo

Antes de que en las barras chilenas comenzaran a pulular los “Pancho Malo”, los “Anarkía”,  los “Kramer” y tantos otros que operan desde la impunidad del seudónimo, quien la llevaba en todas las hinchadas nacionales era el denominado “Guatón del Bombo”. Por alguna extraña coincidencia, todos los solistas en el instrumento más preciado por cualquier afición cumplían con el mismo biotipo: complexión gruesa y brazos que se desarrollaban por el permanente ejercicio. Al fin y al cabo, para pegarle al tambor durante 90 minutos se necesita “ñeque”. Harto “ñeque”.

Hoy, el “Guatón del Bombo” está a un paso de convertirse en una especie en extinción. El plan “Estadio Seguro”, complemento redundante de una inútil Ley sobre Violencia en los Estadios, pone al elemento de percusión que lo caracterizó en el mismo plano de responsabilidad por la generación de desmanes que quienes se ven involucrados en ellos. Peor aún: al bombo le cerrarán las puertas para siempre. El delincuente del fútbol, cumplida una eventual condena, tendrá una nueva posibilidad para entrar a los recintos deportivos. A recaer en sus ilícitos.

Hay que establecer una salvedad. El “delincuente del fútbol” no tiene nada que ver con el barrista. El primero ocupa el fútbol como excusa para delinquir, de la misma forma en que podría hacerlo en las calles, en la locomoción colectiva, en un banco o en un supermercado. El segundo ve en ese deporte una oportunidad para expresarse: canta, salta, grita y, a veces insulta. Pero, terminado el partido, vuelve a casa sin haber lanzado una piedra o quebrado un vidrio. El verdadero barrista condena la violencia. El “delincuente del fútbol” la utiliza como método para detentar poder, sacar ventaja e, incluso, obtener jugosas ganancias mensuales. Ponerlos en la misma condición supone un facilismo terrible.

El “delincuente del fútbol” fue hábil. Sin ser parte de ella, encontró en la barra –“brava”, por añadidura importada desde el otro lado de la cordillera- un terreno forestado para camuflarse. Pero, aunque la caracterización sea casi perfecta, existen innumerables señales que permiten diferenciarlo. Las autoridades de gobierno, Carabineros y los propios clubes las conocen de sobra. El problema fue que nunca se atrevieron. Y, peor aún, que negociaron con ellos.

Hoy, aunque parezca un contrasentido, tampoco se atreven. El plan Estadio Seguro, restrictivo y pirotécnico como todas las iniciativas de la administración de Sebastián Piñera, limitará a los “barristas” al punto de amenazar con quitarle el condimento a la fiesta del fútbol.

Hace unos días escuché al inmaculado Harold Mayne-Nicholls decir en una charla que “el bombo no aporta”. Y, aunque desde las perspectivas sicológica y sociológica es un planteamiento discutible, la respuesta provino desde los vestuarios. “El bombo y la bandera no pueden faltar. Debe haber otro tipo de controles”, declaró Jorge Sampaoli.

Entonces, rayemos la cancha: permitamos dos o tres bombos por hinchada, cuyo ingreso sea revisado exhaustivamente por la policía, para descartar la internación de arsenales. Cambiemos los fuegos artifícales por papel picado, porque los rollos también pueden transformarse en proyectiles. Y permitamos UN lienzo, el oficial, por cada barra. Así, de paso, terminamos con la moda de los hinchas de su “piño”.

Pero no dejemos sin pega al “Guatón del Bombo”, el más inocente de todos. Quienes se tienen que ir son los delincuentes. Aunque siempre encuentran la forma para entrar. ¿O se les olvidó que éste era el gobierno que iba a trabarles todas las puertas?

martes, 13 de marzo de 2012

Hoy hablé con el fútbol

Hoy hablé con el fútbol. Hacía tiempo que no nos saludábamos. Desde diciembre, más o menos, la última vez que nos cruzamos. Ese encuentro terminó mal. Días antes, me había jugado una mala pasada y me dejó el tobillo derecho a la miseria. Lo maldije, sobre todo por desconsiderado. El partido era a beneficio. Y el único que pagó fui yo.

Despechado, se vengó y descubrió lo peor de mí: ese tipo gruñón, reclamón y deslenguado que desafía a la autoridad sin medir las consecuencias de su arrojo. Las que me deparaba estaban en el reglamento y yo las conocía: tarjeta roja, mi equipo con un jugador menos, sin arquero y eliminado del torneo que jugaba. Igual caí.

Dentro de la cancha, para mí, los árbitros son como los carabineros. Se hacen entender a pitazos y castigos. Y los protege la ley. Pero a mis compañeros no les causó gracia mi interpretación.  Me miraban con desprecio y las disculpas no bastaron. Gentiles, no me contestaron.

Al fútbol, pensé en no volver a dirigirle la palabra. Más todavía si, horas después, ni caminar podía. El hielo que pretendía usar para bajarle la temperatura a la Coca Cola con que buscaría pasar la amargura lo consumió la inflamación que simulaba una empanada al costado de mi pie. El dolor se sumó a la rabia. Otro motivo para odiarlo.

Nuestra relación, que nunca fue tan fluida, sufrió un duro quiebre. “No juego más”, recuerdo que le dije. Agregué un par de epítetos culpando de nuestra separación a quien había cometido la injusticia de la que no pude defenderme. Otros apuntaron al organizador del torneo, que siempre supe que no debía jugar. Sabio, el fútbol no me respondió. Me dejó hablando solo. Y se fue.

La indiferencia duró un par de semanas. Un mes y algo. En las vacaciones nos hicimos un par de guiños. Tenues, delicados. El relajo, la familia, el pasto y el aire sureño intentaron acercarnos. La pelota me buscó, trató de reconquistarme, pero no fui capaz de devolverle la delicadeza. Es más, la traté con rudeza. Había en ello un poco de impotencia y otro tanto de incapacidad.

Quedamos en volver a juntarnos. No sugerimos fechas. No era momento de añadir presiones. Si se daba, el reencuentro debía ser casual. El adiós fue tibio. Nos conocíamos de años, pero las confianzas aún estaban resentidas. No hubo apretón de manos. Apenas un movimiento con la cabeza, con cierto desgano.

Desde eso, pasaron más de tres semanas. Ni cuenta me di. Tampoco estaba preocupado. Me entretuve en cosas más importantes. Como el regreso al trabajo, pues había que recuperar el tiempo y, sobre todo, la plata perdida. Gastada, gozada, disfrutada, pero perdida a fin y al cabo. O la vuelta al estadio, por obligación. Porque si tuviera que contar al fútbol que veo por televisión, la relación se habría ido directamente al carajo y sin posibilidad de reconciliación. Mi equipo no le gana a nadie y, por culpa de la figurita de moda, algunos atrevidos se atreven a discutirle el reinado a mi ídolo. El único indiscutible.

Anoche me dieron ganas de volver a hablarle. No sé por qué. Tampoco estaba tan seguro. De hecho, me apuré, para evitar que se me pasara el impulso. “¿Nos juntamos?”, le debo haber preguntado, balbuceante. Me miró. Y guardó silencio. Lo entendí como un “sí”. Porque quise. Saqué mi equipo, armé mi bolso y dormí.