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martes, 13 de marzo de 2012

Hoy hablé con el fútbol

Hoy hablé con el fútbol. Hacía tiempo que no nos saludábamos. Desde diciembre, más o menos, la última vez que nos cruzamos. Ese encuentro terminó mal. Días antes, me había jugado una mala pasada y me dejó el tobillo derecho a la miseria. Lo maldije, sobre todo por desconsiderado. El partido era a beneficio. Y el único que pagó fui yo.

Despechado, se vengó y descubrió lo peor de mí: ese tipo gruñón, reclamón y deslenguado que desafía a la autoridad sin medir las consecuencias de su arrojo. Las que me deparaba estaban en el reglamento y yo las conocía: tarjeta roja, mi equipo con un jugador menos, sin arquero y eliminado del torneo que jugaba. Igual caí.

Dentro de la cancha, para mí, los árbitros son como los carabineros. Se hacen entender a pitazos y castigos. Y los protege la ley. Pero a mis compañeros no les causó gracia mi interpretación.  Me miraban con desprecio y las disculpas no bastaron. Gentiles, no me contestaron.

Al fútbol, pensé en no volver a dirigirle la palabra. Más todavía si, horas después, ni caminar podía. El hielo que pretendía usar para bajarle la temperatura a la Coca Cola con que buscaría pasar la amargura lo consumió la inflamación que simulaba una empanada al costado de mi pie. El dolor se sumó a la rabia. Otro motivo para odiarlo.

Nuestra relación, que nunca fue tan fluida, sufrió un duro quiebre. “No juego más”, recuerdo que le dije. Agregué un par de epítetos culpando de nuestra separación a quien había cometido la injusticia de la que no pude defenderme. Otros apuntaron al organizador del torneo, que siempre supe que no debía jugar. Sabio, el fútbol no me respondió. Me dejó hablando solo. Y se fue.

La indiferencia duró un par de semanas. Un mes y algo. En las vacaciones nos hicimos un par de guiños. Tenues, delicados. El relajo, la familia, el pasto y el aire sureño intentaron acercarnos. La pelota me buscó, trató de reconquistarme, pero no fui capaz de devolverle la delicadeza. Es más, la traté con rudeza. Había en ello un poco de impotencia y otro tanto de incapacidad.

Quedamos en volver a juntarnos. No sugerimos fechas. No era momento de añadir presiones. Si se daba, el reencuentro debía ser casual. El adiós fue tibio. Nos conocíamos de años, pero las confianzas aún estaban resentidas. No hubo apretón de manos. Apenas un movimiento con la cabeza, con cierto desgano.

Desde eso, pasaron más de tres semanas. Ni cuenta me di. Tampoco estaba preocupado. Me entretuve en cosas más importantes. Como el regreso al trabajo, pues había que recuperar el tiempo y, sobre todo, la plata perdida. Gastada, gozada, disfrutada, pero perdida a fin y al cabo. O la vuelta al estadio, por obligación. Porque si tuviera que contar al fútbol que veo por televisión, la relación se habría ido directamente al carajo y sin posibilidad de reconciliación. Mi equipo no le gana a nadie y, por culpa de la figurita de moda, algunos atrevidos se atreven a discutirle el reinado a mi ídolo. El único indiscutible.

Anoche me dieron ganas de volver a hablarle. No sé por qué. Tampoco estaba tan seguro. De hecho, me apuré, para evitar que se me pasara el impulso. “¿Nos juntamos?”, le debo haber preguntado, balbuceante. Me miró. Y guardó silencio. Lo entendí como un “sí”. Porque quise. Saqué mi equipo, armé mi bolso y dormí.

2 comentarios:

  1. Noto una especie de impulso sexual en tu relación con el fútbol. Tal vez la respuesta esté en los cromosomas XX y no en una pelota.

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  2. El fútbol es como la vida... quien piense lo contrario vive amargamente a lo menos!!!

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