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martes, 10 de julio de 2012

El fin de la vocación

Era periodista por vocación. Hasta ayer, cuando me di cuenta de que ese llamado -divino si quieren- no alcanza para pagar deudas, ni para satisfacer las necesidades mínimas que, legalmente, cualquier trabajador tiene derecho a cubrir. Menos los periodistas, al parecer. Nosotros no sólo somos inmunes a los accidentes y terremotos. También a la posibilidad de enfermarnos y de pedir licencia médica. O a la de disfrutar vacaciones sin que nos recorten los días de descanso del sueldo o que tengamos que llevarnos el notebook al campo para seguir despachando a la sombra de algún árbol, para no empezar el mes siguiente "en cero".

Era periodista por vocación desde que, inconscientemente, me enamoré de esta carrera. Que debe haber sido porque mi tata Lucho me juntaba los suplementos deportivos de Las Ultimas Noticias, mi abuelo Segundo me regalaba los de La Tercera, mi tío Luis me llevaba las revistas Triunfo y mis papás me compraban otros diarios y las Minuto 90 y me daban plata para ir al estadio, que fue donde, verdaderamente, comenzó toda esta historia. Porque, claro, hay periodistas que provienen desde las cofradías y el nepotismo. Y sobramos los que arrancamos desde el anonimato más absoluto. Desde la galería. Sin protección ni pitutos. Desde el liceo con número. Con los puros sueños y las puras patas. Y ésos somos la mayoría.

Era periodista por vocación desde el día en que le torcí la mano al destino. Ese día en que quizás qué cara de angustia puse cuando me quisieron inscribir en un liceo comercial, porque ninguna familia chilena podía ni puede asegurar que será capaz de financiar la carrera universitaria de alguno de sus hijos sin poner en riesgo la estabilidad económica del clan. Esa expresión debió haber convencido a mis viejos de que mi destino estaba en andar todo el día, sin saber cuándo comienza ni cuando termina, detrás de alguna noticia. Que la vayan a publicar ya es otro cuento. Yo cumplo con entregar mis reportes. Siempre más de uno. No soy el dueño de los medios en que trabajo ni me han ungido con el poder de decisión que sí tienen otros colegas que, a veces, olvidan cómo partieron y que a todos nos asisten, a fin de mes, las mismas urgencias.

Era periodista de vocación hasta que me di cuenta de que el Periodismo es santo y las empresas, diabólicas. Y de que, en nombre de nuestros sueños, y de la necesidad de tener pega, los dueños de ellas -salvo honrosas excepciones de las que conozco una, a nivel regional- han hecho cuánto han querido. Que la ley de la oferta y la demanda se transformó en su mejor excusa para la vulneración de nuestros derechos laborales fundamentales. Que les da lo mismo cuánto pidamos o reclamemos lo que nos pertenece porque, como me dijeron alguna vez, "si no te gusta, hay otro". Y, para peor, que los más convencidos de esa lógica sean compañeros de profesión que, a la vuelta de la rueda, pueden perder el puesto, el poder y la lealtad a consorcios que los consideran números, igual que a mí. Con distinto tamaño y tipografía, probablemente, pero números al final y al cabo.

Era periodista por vocación hasta ayer, cuando perdí las ganas de regalar mi trabajo. Porque algunos confunden vocación con "amor al arte". Y hay una distancia sideral entre un concepto y otro. Luchar sería la mejor forma de conmemorar un Día del Periodista en el que todos nos saludarán y nos palmotearán la espalda. Les agradeceré el gesto, pero tengo la convicción de que hay muy poco que celebrar. La vocación se acabó. Voy por lo mío.

miércoles, 4 de julio de 2012

Mínimo

Que 250 mil, que 193 mil. Que el país no está en condiciones, que las pymes "pagarán el pato". Que estamos en tiempos de crisis, que puede derivar en desempleo. Todas esas cifras y razones he escuchado y leído en las últimas semanas a propósito de la discusión por el salario mínimo que ahora llega a los 184 mil pesos.

Una vez más, el enfoque es equivocado. Antes de abordar cuál debe ser el punto de partida para una remuneración que satisfaga las necesidades mínimas no sólo del trabajador, sino de su núcleo familiar, lo inicial es transparentar otro tema tanto o más importante. Y que, incluso, no puede desligarse del anterior.

En Chile, el país de los eufemismos, existe una injusticia laboral aún más inescrupulosa: la manoseada relación a honorarios. Una mentira del porte de una catedral, que ocupan en todos lados. Desde el aparato público hasta la empresa privada. Incluso algunas que pontifican con manuales de la moral y las buenas costumbres en materia laboral.

¿Por qué es esencial esa discusión? Por una cuestión de sentido común. Porque el contrato de trabajo debiera constituir el único vínculo válido entre un empleado y su empleador, sobre todo ante la existencia de dependencia demostrable. De esa forma se garantizaría el pleno respeto a derechos fundamentales como cotizaciones previsionales y de salud, vacaciones, feriados, bonos y otros tantos que se excluyen en los famosos "convenios de prestación de servicios", que ni siquiera se rigen por el Código del Trabajo.

¿Qué podría pasar, en la práctica, ante el aumento del salario mínimo sin esa modificación de fondo?. Es simple: las empresas optarán por recortar su planta y pasarla a "honorarios". Y no para evitar el pago de la cifra que está en discusión, sino para ahorrarse el 20 por ciento adicional, considerando el 7 por ciento obligatorio de salud y el 13 por ciento que va a engordar el chanchito de las  AFPs. Otra obligación que, en una nueva "genialidad", el Servicio de Impuestos Internos le traspasó al trabajador, el único que nunca gana. Que se respete la legislación laboral es lo "mínimo" que se puede exigir. Después nos preocupamos del resto.